jueves, 5 de septiembre de 2013

Luis Buñuel


Durante los diez últimos años de su vida, mi madre fue perdiendo poco a poco la memoria. A veces, cuando iba a verla a Zaragoza, donde ella vivía con mis hermanos, le dábamos una revista que ella miraba atentamente, de la primera página a la última. Luego, se la quitábamos para darle otra que, en realidad, era la misma. Ella se ponía a hojearla con idéntico interés.

 Llegó a no reconocer ni a sus hijos, a no saber quiénes éramos ni quién era ella. Yo entraba, le daba un beso, me sentaba un rato a su lado —físicamente, mi madre gozaba de muy buena salud y hasta estaba bastante ágil para su edad—; luego salía y volvía a entrar. Ella me recibía con la misma sonrisa y me invitaba a sentarme como si me viera por primera vez y sin saber ni cómo me llamaba.

 Cuando yo iba al colegio, en Zaragoza, me sabía de memoria la lista de los reyes godos, la superficie y población de cada Estado europeo y un montón de cosas inútiles. (…) Pero, a medida que van pasando los años, esta memoria, en un tiempo desdeñada, se nos hace más y más preciosa. Insensiblemente, van amontonándose los recuerdos y un día, de pronto, buscamos en vano el nombre de un amigo o de un pariente. Se nos ha olvidado. A veces, nos desespera no dar con una palabra que sabemos, que tenemos en la punta de la lengua y que nos rehúye obstinadamente.

 Ante este olvido, y los otros olvidos que no tardarán en llegar, empezamos a comprender y reconocer la importancia de la memoria. 

 (Mi último suspiro)

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