martes, 26 de junio de 2012

Willie Colón & Héctor Lavoe

Walter Serner


Leyendo el “Manual para embaucadores” de Walter Serner no puedo sino acordarme de Newton. Y es que si no fuera porque conozco su trágico final (Serner acabó sus días en un campo de concentración nazi), no me hubieran faltado ganas de volver atrás en el tiempo para encontrarme con él y bajarlo al fangoso terreno de lo humano de una bofetada dialéctica.

 Serner poseía una inteligencia desmesurada y unos modales impecables; pero ambos atributos en nada se hallaban reñidos con la estupidez y el esnobismo que lo asemejaban más al Fantasma de Canterville que al irónico y sagaz literato que pretendió ser.

Este tratado para pícaros y marrulleros posee pasajes inconmensurables, dignos de una genialidad que roza lo insultante. Pero la mayor parte del mismo parece haberla compuesto un taimado adolescente al que la vida sólo ha mostrado su cara más amable; puesto que hace, en sus disertaciones, una ridícula y despiadada criba entre ricos y pobres que lapida cualquier vestigio de intelectualidad en su persona.

En ocasiones, su frivolidad es tal que hasta la mujer más coqueta y superficial vería en él a un adversario más que a un hombre.

 Serner tenía el método, lo conocía a la perfección; pero jamás lo puso en práctica antes de escribir su tratado. No le fue preciso: sus experiencias jamás atravesaron la superficie.

jueves, 21 de junio de 2012

Henri-Frédéric Amiel


He devorado “En torno al diario íntimo” de Amiel en un abrir y cerrar de ojos. Y me sorprende, la verdad; me sorprende porque es un libro introspectivo, repetitivo y lineal. Pero todos esos condicionantes no han sido lo suficientemente fuertes para frenar mi curiosidad sobre las reflexiones de este gris personaje que, en el mejor de los casos, vivió para el fantasma de la vanidad, una vanidad opaca, hipócrita y fatigosa.

En nada se emparenta su penosa filosofía con mi angustioso y visceral modo de interpretar la vida. Intuyo en sus palabras el carácter de un hombre engreído por la sensación de superioridad que produce la elusión del pecado, y no hallo atisbo alguno de nobleza en su intachable verborrea. Sin embargo, en sus reflexiones se adivina una inteligencia exquisita, un manjar digno del Olimpo.

 Nos guste o no, lo que en realidad llama al espíritu, lo que lo atrae a las llamas del deseo es lo frío, lo concienzudamente meditado; todo aquello que adivinemos de una pasta superior a la nuestra. Todo lo que sea capaz de erradicar, en su vasto interior, cualquier vestigio de debilidad respecto al resto; y Amiel, en este contexto demuestra su fortaleza aislándose del mundo y refugiándose en su diario. Está solo, solo y maldito en su triste, casto y gris universo de egolatría.