viernes, 14 de septiembre de 2012

Elias Canetti


Los escritores insufribles no tienen que ser, precisamente, aquellos que no atinan con el lenguaje más adecuado para enlazar las palabras con una harmonía celestial, o los que yerran en la gramática; sino los que, aunque escriban como si sus plumas estuviesen guiadas por la mismísima mano del altísimo, carecen de sentimiento alguno; aquellos que en vez de buscar la inspiración en el corazón, la hallan en el raciocinio, en la enmohecida y apestosa lógica de todos los que, lejos de considerarse enfermos, por su condición de mortales, se conceptúan a sí mismos como criaturas elevadas, elegidas para saborear el don de la existencia.

 No esperaba yo, en Canetti, ninguna revelación; quizás debido a los absurdos prejuicios que me incitan a pensar que todo lo enaltecido por el vulgo está vacío, y que solo los desheredados y los malditos tienen algo que decir. Pero tampoco lo que para mi decepción he encontrado en sus Apuntes: una soporífera letanía de reflexiones incuestionables con la vitola del Premio Nobel.

 Se atisba, sin duda, en sus ideas, una inteligencia superior que no deja cabos sueltos a la hora de adentrarse en los oscuros entresijos de la verdad. Pero todo ello con guantes y mascarilla, con asepsia de quirófano, como si de un cirujano se tratase. Y es que no hay nada más mediocre y hastioso que un escritor que no descubra su alma a la hora de empuñar la pluma.